Hanuká y su dimensión antropológica

14.07.2020

Juan A. Flores Romero

Seguro que alguna vez has oído hablar de esta fiesta judía que se viene asociando con la Navidad de los cristianos. Hanuká, janucá, o como quieras escribir con grafía latina, esta palabra hebrea que significa inaugurar, es la fiesta familiar por excelencia con una repercusión más fuerte que purim (el carnaval judío en honor a la historia de la reina Esther o meguilá de Esther) o que la misma Pascua o Pésaj en que se celebra familiarmente la salida de Egipto del pueblo hebreo, ese mismo que dio lugar al pueblo judío y a la familia cristiana.

Según el judaísmo tradicional, esta fiesta conmemora la victoria de Matatías -un nacionalista judío- contra los afanes helenizadores del rey Antíoco Epífanes IV, que convirtió el templo en un espacio pagano en honor a Zeus, construyendo un gimnasio en sus instalaciones y un altar para sacrificar cerdos, y que prohibió la circuncisión y las leyes de pureza judías (kasrut). Esta revuelta fue protagonizada por este caudillo popular y cuyos seguidores son conocidos por los macabeos. Si quieres, lee los libros de los Macabeos de la Biblia; te lo explica muy bien y tienen una base histórica fuera de toda duda.

La verdad es que hay una narrativa muy viva de todo esto. Me he documentado bastante sobre el tema y no hay mucha duda de esta revuelta que dio lugar a la judaización de Oriente Medio (en ocasiones, invitando a conversiones forzosas de pueblos limítrofes como los idumeos de donde, por cierto, procedía la familia Herodes).

La fiesta hace referencia a que durante ocho días de asedio del templo en el año 165 a.C. hasta que es tomado por los judíos el día 25 del mes de kislev, el candelabro (menorah) ardió solo con ayuda del aceite que se necesitaba para un día. Es decir, que el aceite dio de sí ocho veces más hasta que la jornada de la victoria pudieron traer más (el candelabro nunca podía apagarse según las normas de la época). Eso es tomado por un milagro y, en recuerdo de este episodio, se creó esta fiesta en la que las luminarias o luces son muy importantes, ya que hay que ponerlas en casa en un lugar visible desde la calle. Los judíos, que muchas veces vivieron escondidos a lo largo de la historia, lo tuvieron difícil para celebrar una fiesta en la que la sociedad podía identificar al sujeto en cuestión de una vivienda como judío.

Hoy el significado es festivo, casi navideño, en honor de aquel hecho histórico. Aunque hay otras versiones de esta fiesta, desde la que conmemora la finalización de la recogida de la aceituna y la utilización del primer aceite con fines rituales o la celebración del solsticio de invierno al más puro estilo romano (sol invictus) dando la bienvenida a ese sol de invierno que va alargando los días. Se celebra, como ya dije, el 25 de kislev (mes judío que se sitúa entre noviembre y diciembre del calendario gregoriano).

De todos modos, es una fiesta de invierno -como la Navidad- e igual que ella se ha revestido de una simbología que hace alusión a la luz, a las estrellas, al fuego, al inicio de algo nuevo, cargando al ser humano de buenos propósitos que a lo largo del año irán recordando los respectivos calendarios religiosos en las distintas fiestas que aluden al cambio, la conversión y el perfeccionamiento espiritual.

Hanuká hoy es todo un fenómeno antropológico que va más allá de su historia o de sus posibles versiones. Ha entrado de lleno, como la Navidad, en el imperio del consumismo y sirve de escaparate turístico a muchas grandes ciudades del mundo que ya lo celebran como una fiesta más de su calendario, encendiendo una vela más durante los ocho días que dura la festividad según mandó el rabino Hillel en el siglo I.

En otra ocasión, trataré de analizar otra fiesta y su dimensión antropológica que nos recuerda que la espiritualidad y el hombre están más conectados de lo que parece y que aquella, si cabe, nos pega aún más a la realidad terrenal. 

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