El drama de los judeoconversos en los albores de la Inquisición (I)
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Autor del texto: Juan A. Flores Romero
Preparativos para la destrucción de las comunidades judías
Tras el reinado de Pedro I el Cruel (1334-1369), fallecido en Montiel, y que abrigó bajo su manto a la comunidad judía de Castilla, vino una serie de décadas de sonadas calamidades para el pueblo hebreo que culminó con el saqueo y destrucción de muchas aljamas en 1391. Una de ellas fue la de Ciudad Real que, desde aquellas fechas, se fue disgregando por otros puntos de la meseta sur, incluido el área rural de La Mancha (La Solana, Almagro, Manzanares, Daimiel, Villarrubia, Almodóvar del Campo,...). Muchas décadas antes, los judíos ya venían sufriendo esa discriminación. No olvidemos que, en el caso de Villa Real, posteriormente denominada Ciudad Real por Juan II en 1420, la peste negra también hizo estragos -como en tantas ciudades de la península - y se culpaba a los judíos de la transmisión de aquella maldición que segó de cuajo las vidas de millones de personas en toda Europa. A los judíos se les acusaba de la propagación de la epidemia, y se les achacaba el envenenamiento de pozos, asesinatos rituales, profanación de la sagrada forma y sucias blasfemias dirigidas a la grey cristiana. Muchas de estas cuestiones -basadas en bulos sin fundamento- fueron el caldo de cultivo de un proceso de exterminio cultural y religioso que culminaría en 1492 con el edicto de expulsión.
No obstante, las conversiones se vinieron dando durante toda la Edad Media por miedo a perder vidas y haciendas. La Baja Edad Media constituyó un periodo muy complicado más allá de los estragos producidos por las cruzadas. Los judíos fueron expulsados de Inglaterra en 1290, de Francia en 1306, o masacrados en ciudades como Nuremberg o Hanover en 1349 en plena epidemia de Peste Negra. En España, vieron a principios del siglo XIV un territorio propicio para desarrollar sus vidas insertos en una cultura predominantemente cristiana donde ya de por sí existían muchas comunidades hebreas desde tiempo inmemorial. La llegada fluida de judíos franceses se produjo en plena reconquista y fue el pueblo hebreo un elemento activo de dicho proceso por cuando sirvieron a reyes y nobles de recaudadores y eficientes gestores de sus haciendas. Algunas fechas como 1354 sirven de hito para hablar de la persecución contra el pueblo deicida, a decir de los cristianos viejos. En Sevilla hay acusaciones de profanación de hostias, secuestros con fines rituales y propagación de la peste, al igual que sucedía en otras ciudades. Con la muerte, en 1369, de Pedro I se intensifica si cabe más ese odio en cuanto que el monarca fue un fiel protector de los hebreos por eso de que "por el interés te quiero Andrés".
En 1391, como ya analicé en otros artículos, se producen las predicaciones del arcediano de Écija (Sevilla) y la consiguiente violencia contra los hebreos: decenas de juderías ardieron en todos los reinos cristianos (Sevilla, Córdoba, Villa Real, Toledo, Valencia,...). Una persecución en toda regla que en Villa Real (antigua Ciudad Real) hizo que su judería desapareciese y quedase en manos de las autoridades cristianas y que cientos de hebreos -que aún no habían optado por la conversión- se viesen forzados a dejar sus hogares rumbo a algunos de los municipios anteriormente mencionados e incluso se sospecha que hacia tierras extremeñas; el amplio señorío de Béjar, que se extendía desde tierras salmantinas hasta la campiña cordobesa. Es muy destacable el crecimiento de la población judía en aquellas décadas en todo esta vasto señorío y la cantidad de conversos y judíos que poblaron sus ciudades, pueblos y aldeas, allí donde un tiempo después se instalaría la inquisición que extendía sus tentáculos desde Toledo y Llerena.
El amanecer del siglo XV vino a confirmar esta tendencia. Hasta la sinagoga mayor de Ciudad Real fue cedida a los dominicos y ya en el siglo XV se convirtió en su sede en pleno barrio de la judería. La actual calle Libertad de la capital manchega fue sustituida por el Real de Barrionuevo con muchas viviendas reacondicionadas por sus nuevos ocupantes y por aquellos que, como conversos, optaron por quedarse entre sus márgenes como negándose a abandonar el suelo que les acogió tras la fundación de la villa en 1255. Una gran comunidad, por cierto, que podría rozar los 5.000 miembros y que contaba con toda la infraestructura sociorreligiosa necesaria para funcionar a pleno rendimiento. Viviendas, hornos, negocios, sinagogas y una tributación anual que da fe de las dimensiones de la comunidad y de su poder adquisitivo. Más de 26.000 maravedíes en impuestos pagaron en 1284, cuando la comunidad hebrea estaba en pleno auge, frente a otros municipios como Montiel que apenas tributaba unos 2.500 maravedíes. Lo cual nos da una idea de la potencia de esta aljama en el corazón de La Mancha.
Las revueltas anticonversas iniciadas en Toledo y Córdoba en los años 1449 y 1474 respectivamente, tal y como podemos comprobar a tenor de los estudios de Luis Delgado Merchán y Haim Beinart, dan como resultado una dispersión del pueblo judío por otros territorios, sobre todo poblando zonas más rurales. Las Cortes de Toledo de 1480 ya establecen la separación física entre conversos y judíos, y aún antes lo había mandado hacer Juan II en torno a 1420 en sus regios dominios.
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La vida cotidiana en las aljamas
Los hebreos se vieron abocados a llevar una vida silenciosa o, cuanto menos discreta. Unos vivían ya como conversos y otros aun persistían en lo que los cristianos consideraban un obstinado error que decenas de predicadores se encargaron de extirpar en muchos lugares de la península. Los judíos vivían en sus aljamas bajo las obligaciones de sus takanot y las festividades que marcaba el calendario de sus ancestros. Empezaba el año con Rosh ha Shana (cabeza de año), sus mieles, sus granadas y otros frutos del otoño. Un tiempo para hacer teshuvá o arrepentimiento y ayunos, para intensificar la vida religiosa y reconciliarse con sus vecinos y familiares. ¿Quién no hace algo de lo que ha de arrepentirse profundamente? Y así llegaban limpios a Yom Kippur o día del perdón. Una vez pasados varios días, una nueva celebración sorprendía a los judíos en sus casas y sinagogas. Era la fiesta de Succot o de las cabañuelas. Esa que otros llamaban de los tabernáculos, y que rememoraba la vida en el desierto de sus antepasados. Había manzanas y miel y otros frutos del otoño que aún guardaban de Rosh ha Shana. Luego vendrían los dulces en aceite de Janucá y algún vaso de leche con miel, que hacía que la garganta se suavizara en medio del frío invierno. Había que cantar en la sinagoga. Tal vez gritar. Y seguir el año emitiendo sonidos más molestos que el shofar, ese cuerno de carnero que impregnaba los aires manchegos de un sonido muy peculiar. Con esos sonidos menos agradables me refiero a las carracas tan típicas de Purim, el carnaval judío, más famosos aún en la aljama que la meguilá de la reina Esther. Y tras unas semanas de intenso trabajo en campos y ciudades se celebraba Pésaj o la pascua con los alimentos típicos de miles de años de tradición. Había que preparar el Séder de Pascua y rememorar la salida de los ancestros de Egipto. En Shavuot ya estarían las primeras cosechas. Los cristianos también lo celebraban con el nombre de Pentecostés, sólo que los hebreos rememoraban la entrega de la ley y los cristianos la ascensión de Jesús a los cielos y el envío de los apóstoles a predicar en todas las lenguas del orbe. En las aljamas se repetía el ciclo de la vida un año y otro, viendo nacer y morir a sus miembros, rezando al mismo Dios que les había llevado por los caminos del mundo por los siglos de los siglos. Las campanas de las iglesias repicaban. Los hombres levantaban muros de piedra a los pies de la judería de Villa Real para construir un templo dedicado a San Pedro y San Pablo. Las gentes se agolpaban en los mercados y muchos judíos se quejaban de los ruidos y del polvo de aquella nueva iglesia que iba levantándose a la sombra de la aljama. Muchas mujeres hilaban en sus casas mientras por las calles se vendía aceite, vino, frutas y algo que regalar a la prometida en el día de su santo. Los judíos encendían las velas de sabbat el viernes al anochecer, preparaban el pan y el vino, y dejaban reposar la comida para el día de descanso. Al amanecer, acudían raudos a la sinagoga para asistir a los servicios religiosos, los hombres por un lado, las mujeres por otro. Como de costumbre.
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Un macabro precedente: la Inquisición de Aragón
El siglo XV fue el de las grandes conversiones. Desde 1391 a 1415 se produce una peregrinación masiva a la pila bautismal. El mundo conocido entraba en los albores de la modernidad y miles de infieles, hijos de los hijos de Moisés, abrazaron la fe cristiana. Algunos lo hicieron tal vez como un signo de integración en esos reinos que rezumaban ya un sentimiento de culminación dela reconquista ya desde tiempos de Fernando III el Santo. Se comenzaban a edificar iglesias góticas con su gráciles siluetas de piedra, un arte que rezumaba sencillez, elegancia y cierto halo urbanita. Las ciudades crecían tras lustros de lucha contra la peste y otras infecciones. Se anunciaba ya el triunfo del hombre sobre la muerte. El Dios cristiano había vencido a la sombra siniestra de la Parca y toda Europa se preparaba para entrar en plena modernidad en unas décadas. Había que aplastar, pues, cualquier atisbo de superchería encarnada en hechiceras, brujas y en la comunidad judía, que era vista como la encarnación de la terquedad ancestral, del no reconocimiento del verdadero Mesías, y, en ocasiones, del mismo mal.
En el reino de Aragón funcionaba aún una inquisición -al igual que en el resto de Europa- que ya estaba venida a menos. Una santa institución dedicada a enderezar a descarriados del recto sendero de la fe y aniquilar cualquier atisbo de herejía. No fueron pocos los judíos que ya se habían convertido al cristianismo y que estaban bajo la lupa del Santo Oficio, ese mismo que unas décadas después se instauraría en Castilla y que estaría en pleno funcionamiento desde 1481. Una institución que necesitaba de herramientas, de personas, de reglas, de experiencias previas. La inquisitio aragonesa fue muy útil para el Santo Oficio. En el Manual de Inquisidores de Nicolás Eymeric (1320-1399) ya se contemplan muchas de las ideas que se van a poner en marcha por los tribunales inquisitoriales de Castilla. He aquí algunas de ellas:
"Es opinión asentada de todos los moralistas que en asuntos de herejía puede un hermano declarar contra su hermano, y un hijo contra su padre".
Se animaba a delatar a todos aquellos que se apartaran de la recta doctrina. El reo no conocía en muchas ocasiones de dónde había venido la denuncia.
"Los nombres de los testigos no se deben publicar, ni comunicarse al acusado, siempre que resulte algún riesgo a los acusadores, y casi siempre hay este riesgo, porque si no es temible el acusado por sus riquezas, su nobleza o su parentela lo es por su propia perversidad o la de sus cómplices, gente las más veces arrojada, que nada tiene que perder...".
La Inquisición no sólo iba a enviar a la hoguera a miles de judeoconversos sino que les iba a privar de sus haciendas, sus negocios, sus viñas o les impondría gravosas multas, tal y como recoge Eymeric en su macabro manual:
"Además de las penitencias, echa multas la Inquisición, por la propia causa que manda romerías, ayunos y rezos. Deben invertirse estas multas en obras pías como son la manutención y decoro del Santo Oficio".
Eymeric fue inquisidor general de Aragón, dos décadas después de entrar en un monasterio como dominico. Formado en Toulousse y París donde logró un doctorado en teología en 1352, ejerció como profesor de teología en Gerona. En 1357 fue nombrado Inquisidor General reemplazando a Nicolás Rosell. Eymeric fue archienemigo de Pedro IV que incluso le prohibió predicar en la ciudad de Barcelona. La crueldad de Eymeric era sobradamente conocida. Fue bastante severo con los blasfemos, a los que les taladraba la lengua con una especie de clavo. Fue fiel defensor del Papado de Aviñón y partidario del papa Benedicto XIII, que fue nombrado poco tiempo antes de su muerte sustituyendo a Clemente VII.
Castilla esperaba a finales del siglo XIV que la severidad inquisitorial de Aragón se impusiera en sus territorios. La violencia antijudía se había generalizado y muchos predicadores dedicaron tiempo y esfuerzos en convencer al pueblo hebreo para abrazar la fe católica. Uno de ellos de San Vicente Ferrer, que pasó como un ciclón predicando, promoviendo las controversias entre cristianos y judíos y animando a su grey a ocupar sinagogas y espacios religiosos judíos para convertirlos en cristianos. Un hombre de mundo, que falleció en tierras galas, tras predicar por media España y que decía que los judíos eran hijos del demonio, que tenían rabo y menstruaban como las mujeres. Unos albores de la modernidad que trajeron aires de intolerancia y una larga noche para aquellos que aún querían preservar su milenaria fe en Adonai.
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Predicaciones de San Vicente Ferrer y controversias judeocristianas
El siglo XIV expiraba con un aluvión de conversiones en masa propiciadas por obra y gracia de un santo valenciano, viajero y polémico como pocos, San Vicente Ferrer. Se atribuye a su persona la conversión del rabino mayor de Burgos, Salomón Ha Leví, transformado en obispo de Cartagena y de Burgos, en una época marcada por las disputas o controversias. Este santo levantino predicó por Italia, España y Francia, donde fue a morir ya bien entrado el siglo XV, dejando a sus espaldas un reguero de conversiones que muchos atribuyen más al miedo que a la sincera creencia en la naturaleza divina de Cristo. Ya en 1391 se dejó claro que el final del judaísmo en España iba a tocar a su fin y, aunque fueron numerosos los que se negaban a bautizarse, hubo una ola de conversiones que aportaba a los nuevos cristianos una pequeña dosis de tranquilidad. No en vano, en las próximas décadas y siglos estos cristianos nuevos estuvieron en el punto de mira de la Inquisición que pronto enseñaría sus fauces en una España unificada en torno a la monarquía autoritaria y a una sola fe.
Las predicaciones de Nicolás Eymeric también sirvieron de prefacio a todo un entramado religioso-administrativo que contó con una burocracia muy activa en busca de la más mínima herejía entre los habitantes de aldeas y ciudades. Entre los siglos XIV y XV surgieron las grandes controversias o disputas teológicas. Las más relevante tuvo lugar en Tortosa entre 1413 y 1414, se desarrolló en más de sesenta sesiones que giraban en torno a la naturaleza mesiánica de Cristo, y su gran protagonista fue el converso y antijudío Jerónimo de Santa Fe. No se pretendía dilucidar quién llevaba la razón -eso ya se suponía de antemano- sino dejar en evidencia a los representantes de un pueblo obstinado en no reconocer al mesías a pesar de las evidencias aportadas por los más reputados teólogos de la época. El caso de Pablo de Santamaría también fue llamativo pues posteriormente a su conversión participó activamente en la persecución de sus antiguos hermanos de fe así como en la conversión de centenares de hebreos ansiosos por abandonar de una vez por todas sus desdichas e iniciar una vida nueva sin sentirse una minoría marginada y perseguida.
San Vicente Ferrer se mostró muy activo en la predicación y en su apoyo al papado de Aviñón, en una época marcada por una iglesia dividida entre las sedes de Francia y Roma. Dos iglesias y una sola fe. Ferrer tuvo una vida consagrada a la extirpación de la herejía y fue un apoyo incondicional de los papas de Aviñón, llegando a tener una influencia muy relevante en el Reino de Aragón. Sus sermones fueron escuchados en media España. A Villa Real (antigua Ciudad Real) llegó el 12 de junio de 1411 después de que hubiese predicado en Murcia y en la Sierra de Alcaraz. En la villa manchega se alojó en el convento de los Dominicos en lo que fuese la Sinagoga Mayor, entregada a la orden religiosa a finales del siglo XIV. Apenas un año antes -en torno a 1410- ya había dejado un reguero de conversiones en Toledo y Segovia, instando a las hordas cristianas exaltadas a agredir a los pocos judíos que iban quedando en las aljamas y expoliando todas cuantas sinagogas y propiedades judías encontraban al paso. Es en estas fechas cuando la iglesia de Santa María la Blanca y la iglesia del Corpus Christi, en Toledo y Segovia respectivamente, inician su culto católico y dejan de ser espacios religiosos judíos. Templos que cambian el hejal y el rollo de la Torá por el altar y el sagrario en el que se acoge el Cuerpo de Cristo.
Y así avanzaba el siglo XV, entre oleadas de violencia antijudía y una nueva clase de cristianos nuevos que, por miedo o por medrar en una sociedad cambiante, iban consiguiendo puestos de relevancia en los municipios, un hecho que alentó no pocas revueltas de los cristianos viejos contra los neófitos al ver cómo, aún no siendo judíos, mantenían su influencia política y económica en reinos y ciudades. Los recelos hacia esa nueva población conversa no habían hecho sino comenzar y el Santo Oficio los iba a vigilar muy de cerca.