El djudío o judeoespañol, una lengua en peligro de extinción

28.06.2020


Juan A. Flores Romero

     Siempre sentí una fascinación especial por las notas musicales de Ana Alcaide desde que la conocí tocando en las calles de Toledo. Una virtuosa de la viola de teclas o "nyckelharpa", un instrumento rescatado del folclore escandinavo y que nada tiene que ver con la tradición sefardí, pero que los amantes de estos ritmos ya identificamos como una parte de la banda sonora de un lugar en la memoria, Sefarad, en la raíz misma de nuestra nación española. Porque los ecos y ritmos sefardíes forman parte de la misma tradición que hoy tenemos la responsabilidad de mantener.

     Desde hace muchísimos años guardo un viejo disco repleto de estas viejas canciones del folclore de Sefarad, posiblemente compuesto con tradiciones del exilio pero que conservan esa esencia del folclore de la Castilla medieval. Es un disco de vinilo cuya cubierta amarillea pero que guarda en su interior un tesoro que pertenece a la más pura tradición medieval española. Porque no existe un judeoespañol, ladino, sefardí, djudiezmo o djudío,... sin la esencia misma del castellano del siglo XV. Esta es la base de un idioma que perduró entre las comunidades del exilio judío; curiosamente muchos conversos que luego volvieron a la fe judaica nunca perdieron su afán por hablar la lengua de Castilla aunque olvidaron muchos ritos y costumbres religiosas que les definían como judíos...incluso su propia lengua litúrgica, el hebreo. Sin embargo, el ladino fue un tesoro que unía y fortalecía las distintas comunidades en el exilio en cualquier punto del mundo.

     Hubo una época en que se hablaba de dos tipos de judíos, los asquenazíes, con su idioma yidish (mezcla de alemán, hebreo y algunos términos en ruso o lenguas eslavas) más propio de la Europa central y del este; y el resto de los judíos que se denominaban sefardíes, donde entraban hasta los falashas, una rama del judaísmo que de desarrolló en Etiopía y que según la tradición son los descendientes de Salomón con la reina de Saba; por cierto, todos de raza negra. Y lo más negro que podía tener un judío de Castilla o Portugal era su apellido (Preto o Prieto), que significa "negro" en judeoespañol o Sajor (que en hebreo significa también "negro" y que muchos conversos cambiaron de orden sus letras para denominarse "Rojas"... sí, igual que el autor de la Celestina, Fernando de Rojas, cuyos orígenes eran conversos).

     Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que se definió el sefardí como el heredero de sangre y de lengua de aquella España que les adjudicó la condición de indeseables un 31 de marzo de 1492 y cuya honorabilidad no se restituyó hasta quinientos años después cuando se invalidó ese mismo decreto de expulsión. A lo largo de todos estos siglos muchos fueron los lugares en los que se fueron asentando estas comunidades que se negaron a convertirse oficialmente al cristianismo (muchos volvieron a España a lo largo del siglo XVI y XVII y otros conservaban su doble condición de judíos y cristianos en función de donde se encontraban; algunos abrazaron abiertamente el cristianismo aunque conservando en sus tradiciones familiares algunas fiestas, símbolos, canciones, gastronomía,...). Hasta las islas del Caribe llegaron muchos que se dedicaban al comercio del ron, el azúcar, los esclavos o el café, especialmente a Jamaica y a algunas islas Antillas. Pero mayoritariamente terminaron en Portugal (donde muchos fueron conversos o pasaron a territorios de Ultramar) y otros huyeron a territorios del imperio otomano (Turquía, Grecia, Bulgaria, Montenegro, Serbia,...), a los Países Bajos (donde se crea la mayor comunidad sefardí, denominada la Nación Portuguesa, si bien muchos eran de origen español) y también en las costas de Marruecos (donde se desarrolló otro dialecto con palabras en árabe, denominado "haketía") y los territorios de la península itálica, incluidos los Estados Pontificios, a donde muchos judíos acudieron pidiendo auxilio al Papa. Suena paradójico, pero los nobles y reyes les persiguieron más que los propios papas que solo los expulsaron por intereses políticos con otras naciones.

     Allí surgió una de las comunidades más potentes en torno a Ferrara, Venecia, Pisa,... muchas de ellas exterminadas durante el Holocausto. De hecho, según las investigaciones de Richard Ayoun y Haïm Vidal Séphiha, fueron unos 60.000 los judíos exterminados en Europa occidental durante la barbarie nazi. En Oriente, la mayor parte de ellos procedentes de la comunidad sefardí de Salónica (Grecia), la más numerosa de Europa, perecieron. Se calcula que unos 50.000. Si antes de la II Guerra Mundial se estima que había unos 375.000 sefardíes en torno a Europa y el Mediterráneo, al acabar el conflicto la cantidad se redujo a unos 200.000. No hay que olvidar que los sefardíes son una minoría dentro del judaísmo y hoy apenas representan el 15% de los judíos. Pero muchas fueron las comunidades afectadas en Italia, si bien hubo bastante supervivientes pues, a pesar de todo, la Italia fascista hizo oídos sordos a las ansias de Hitler por borrar estas comunidades de la faz de la tierra. En cierto modo, Mussolini había impedido su deportación hasta que se produjo su caída. En Italia, los judíos han sido y son muy bien aceptados y están muy integrados en su nación. Muchos apellidos sefardíes fueron borrados de Italia por aquella tenebrosa filosofía de la Nacht und Nebel (noche y niebla), según los investigadores anteriormente mencionados, aludiendo a "Les cahiers sefardis", publicados entre 1946 y 1949. Algunos de ellos han sido recuperados -según los estudios de Ayoun y Vidal Séphiha- y evidencian su origen español: Beja, Benarroya, Benveniste, Carvallo, Flores, Franco, Navarro o Peres. Otros como Suares o Sevilla, y otros tantos que recuerdan la contaminación con el idioma italiano (según la obra "Los sefardíes de ayer y de hoy", pág. 305). Curiosamente, mis dos apellidos están en las listas de sefardíes y de muchas comunidades que florecieron en Italia y, más concretamente, en la de Ferrara. También figuran junto con otras muchas decenas en un listado de apellidos (publicado por el gobierno de Israel) para que los sefardíes que lo deseen puedan optar a la doble nacionalidad israelí-española, según una ley firmada hace unos años.

     Pese a los intentos por acercar nuevamente las dos culturas, queda mucho por hacer. Hoy, sin duda, se fortalece cada vez más la red de juderías de España, con el fin de rescatar un patrimonio cultural que yacía en las entrañas del olvido. O se abren espacios como la Sinagoga del Agua de Úbeda al público, que tuve la suerte de visitar hace unos meses. También se vela por la conservación del patrimonio lingüístico y musical del judeoespañol y existen aún algunas cátedras de ladino por el mundo. Todo dentro de lo puramente institucional.

     En la sociedad, poco queda ya de aquello. Los nietos de los supervivientes del Holocausto apenas lo hablan o conocen meras expresiones o canciones. Ni siquiera hay comunidades que hablen este idioma -absorbido por el hebreo moderno- y que fue descubierto por casualidad para nosotros en un crucero por el Danubio, en 1903, en el que el doctor y senador Ángel Pulido pudo conversar con una pareja de ancianos de origen sefardí que hablaban una extraña lengua parecida al castellano. Fue allí cuando se redescubren muchas comunidades de origen español que habían florecido a lo largo del Danubio y del Imperio Otomano, y que tras años de lucha por su reconocimiento se llega al Decreto de Primo de Rivera (1924) por el que se otorga la nacionalidad española a los sefardíes si bien no el derecho a la residencia; pero lo más importante quizá fue el descubrimiento de esta variedad del español. Este decreto fue corroborado en 1948 y, posteriormente, casi veinte años después, se inaugura la sinagoga de Madrid como un acto explícito de reconocimiento (curiosamente, un porcentaje considerable de los judíos actuales españoles no son sefardíes).

     A lo largo de medio milenio, esta lengua derivada del castellano ha ido vagando por todo el mundo, muy cuidada sobre todo en el ámbito familiar. Hay comunidades en Venezuela, en Curaçao, en las Antillas, en Marruecos, en Italia,... pero sobre todo en Israel, donde muchos vieron un lugar seguro tras la II Guerra Mundial. En 2013, estuve hablando con uno de ellos que había residido en Casablanca pero que en los años sesenta emigró a Israel. Allí vive en un pueblecito de la región de Galilea y, de vez en cuando, hace una escapada en avión a España -pidiendo una botellita de vino para mitigar su miedo a volar- , ese lugar de la memoria del que apenas queda un apagado eco que solo es reavivado por instituciones como la antigua casa de Sefarad, denominado hoy Centro Sefarad Israel.

     Esta lengua viva se fue enriqueciendo con vocablos y giros procedentes de los idiomas con las que tenían contacto. Muchos sefardíes de Bulgaria, Serbia, Grecia o Turquía conservaron canciones populares, nanas, himnos litúrgicos, poemas, refranes,... que han sobrevivido hasta hoy y que sorprenden por lo extraño de cómo unas comunidades tuvieron el interés de conservar una lengua en un exilio tan prolongado (¡¡de casi 500 años!!) sin apenas transformación respecto al castellano que hablaban sus ancestros hasta el momento del decreto de expulsión, y que les hizo huir a través de la frontera con Portugal o los puertos de Málaga o Cartagena hacia un incierto futuro... sin oro, ni plata, ni más pertenencias que lo puesto.

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