Descubriendo a los marranos de la Raya portuguesa (I): la nación oculta

06.01.2024

Autor: Juan A. Flores Romero


Quien les escribe es, además del creador de esta web de temática hebrea, un apasionado de la historia del pueblo de Israel, una cultura que ha sobrevivido a los avatares más infaustos de la historia y que se ha adaptado -como junco que se dobla para no morir- a infinidad de episodios en los que se ha puesto en claro peligro su vida. La persecución hacia los judíos ha sido la tónica general de toda la historia en la era común. En el imperio romano se entendió la presencia de este pueblo, ya muy disperso por el Mediterráneo, como una muestra de subversión y no sumisión a Roma; un imperio que, al igual que el griego, procedía de una arraigada tradición politeísta. La aparición del cristianismo como constatación del mesianismo salvífico de Cristo anunciado en los escritos del Antiguo Testamento, supuso una ruptura en el mundo judío, surgiendo, a partir del siglo I, un judaísmo cristiano, que posteriormente se abriría al mundo pagano o gentil, dando origen a un cristianismo mucho más romanizado y acorde con los valores que había sembrado Roma a lo largo y ancho de su imperio; y un juda´ísmo rabínico, fruto de la pérdida definitiva del templo a partir de la decisión de Tito de arrasar Jerusalén y prohibir a los irredentos hebreos merodear por sus alrededores. Oficialmente es el inicio de la Diáspora "con mayúsculas", aunque, a  juzgar por muchos eruditos del tema, esa dispersión ya se había iniciado varios siglos antes. Incluso es posible que la presencia judía en Sefarad (España y Portugal) fuese anterior a esa diáspora; de hecho, este nombre -y el de "sefaradim"- ya aparece en la Biblia y existen evidentes referencias a los judíos peninsulares en escritos anteriores a Cristo. Los hebreos, por tanto, acompañaron a todas las culturas que se asentaron y dominaron la Península Ibérica, como romanos y visigodos, e incluso resultaron decisivos para la llegada de los musulmanes a la península en el año 711. Fueron muchos los intentos documentados de conversiones forzosas, a lo largo de la Edad Media; una de las más estudiadas fueron las de época de Sisebuto, casi un siglo antes de la invasión musulmana. La aceptación o expulsión de estos hijos espirituales de Moisés siempre obedecía a cuestiones políticas o de índole económica. Para un sector amplio de la población cristiana, este pueblo era observado con recelo, con desconfianza, y los musulmanes los toleraron mejor por aquello que aportaban al progreso de sus reinos, emiratos o califatos. En el caso de los cristianos -con la excepción de algunos cultos y pragmáticos monarcas como Alfonso X o Pedro I- se trataba de pura ignorancia: les acusaban de asesinatos rituales, de profanaciones de hostias consagradas o de ocultar en su intrincada grafía hebrea secretos y hechizos para perjudicar a los hombres de bien. No es de extrañar que en épocas más recientes, se haya entendido que la cabalá y otros textos hebreos encierran secretos milenarios, algo que, sin duda, ha alimentado las teorías conspiranoicas y el caldo de cultivo perfecto para el antisemitismo.

Los judíos en vísperas del "exilio moderno" vivían generalmente en sus aljamas o juderías, y allí mantenían sus cultos, sus tradiciones y su vida social que, en muchas ocasiones, se mezclaba con la de los gentiles. La voluntad unificadora de varios reyes hizo que, sobre todo, a partir del siglo XV se avivaran los debates judeocristianos y se apostase por oleadas de conversiones -promovidas fundamentalmente por San Vicente Ferrer-, que en muchos de los casos obedecían a un interés más práctico por parte de las aljamas y sus líderes religiosos: que los cristianos dejasen en paz a los observantes en la ley de Moisés. Incluso algún rabino mayor, como fue el caso de Salomón ha-Levi, que pasó a llamarse Pablo de Santamaría, terminó siendo obispo de Burgos y de Cartagena y, además, canciller de Castilla con Enrique II y Juan II. Eso llevó parejo, por ende,  que muchos de los conversos a lo largo de todo el siglo XV y, sobre todo, a partir de las expulsiones de España y Portugal en 1492 y 1496 respectivamente, realizaran prácticas judaicas ocultas como único modo de conservar su fe y sus tradiciones. 

El judaísmo, dicho sea de paso, es mucho más que una religión, y, en cierto modo, guarda muchas similitudes con el cristianismo, pero también es una manera de entender la vida, una filosofía, una tradición y un sentimiento de pueblo. Por eso, esta religión pocas veces apostó por el proselitismo, velando, en la mayor parte de su historia, por preservar la unidad de la fe y la tradición dentro de la propia familia y en la comunidad a la que pertenecían. 

Con la expulsión de España en 1492, muchos judíos que no abrazaron la fe cristiana huyeron por caminos y puertos del reino de los Reyes Católicos unificado en torno a una misma fe. No pocos terminaron en la Raya portuguesa y en otras poblaciones lusas, incluidas las grandes ciudades como Lisboa. Desde allí algunos emprendieron camino a otros destinos, como Ámsterdam o Hamburgo. Otros decidieron quedarse en territorio portugués hasta que en 1496 se produjo la expulsión decretada por el rey Manuel I de Portugal, ofreciendo un plazo mayor que los tres o cuatro meses que dieron sus Católicas Majestades. Manuel I fijó dicho plazo en octubre de 1497. En realidad esta expulsión se realizó a propuesta de los Reyes Católicos siguiendo la pauta de "conversión o destierro" y algunos judíos rebeldes fueron deportados a las islas de Santo Tomé y Príncipe, y abandonados allí a su suerte. Otros, unos años después emprenderían viaje a Estambul, Salónica o a las Antillas.

No obstante, miles de judíos españoles se vieron atrapados en Portugal y obligados nuevamente a un incierto destierro. Por ese motivo, no fueron pocas las familias que apostaron por convertirse al cristianismo de modo oficial, pero manteniendo secretamente sus ritos y tradiciones familiares. No fue una decisión fácil ya que muchos hebreos temían ser sometidos a nuevas expulsiones allá donde diesen sus huesos. Por otra parte, en la península quedaban a merced de los tribunales de la Inquisición que, al menos en los primeros siglos, se iban a mostrar implacables con aquellos que osaran tornar a su vieja fe mosaica.

La fe y cultura judía están muy arraigadas en esas comunidades que tienen que convertirse. Se ha especulado con que en Portugal muchos de los habitantes actuales son descendientes de marranos (criptojudíos) y otra parte se fue reasentando en territorios contiguos de aquella España imperial a lo largo de una Raya o frontera (entre Extremadura, Castilla León y Galicia) que se mostraba permeable para el tráfico económico, social y cultural de esta "secreta nación". Por eso la Raya siempre fue un espacio vivo, abierto a ese intercambio entre personas atrapadas en una cultura que sellaría su destino, pero que haría que se mantuvieran ciertos vínculos de fe y parentesco.

El judío fue parte de la vida portuguesa hasta que en el siglo XV la corona lusa se alineó con la política marcada por Isabel y Fernando. De hecho, hubo grandes hombres que ocuparon puestos relevantes en la política y economía peninsular. Tal es el caso de Isaac Abravanel, que fue tesorero del rey Alfonso V de Portugal. Otros también destacaron por su papel como comerciantes, prestamistas o diplomáticos (de hecho algunos volvieron a la corte de los Austrias para ofrecer sus servicios a los decrépitos Felipes, mientras don Francisco de Quevedo publicaba allá por 1633 aquel librito titulado "Execración contra los judíos" (¿por qué si no un ilustre escritor del Siglo de Oro prevendría a los fieles y beatos cristianos contra la pérfida influencia judía?) . 

Ciudades importantes para la comunidad hebrea fueron Lisboa o Évora, como grandes epicentros comerciales y con una arraigada vida judía. Las conversiones forzosas de 1497, tras el edicto de diciembre de 1496, pusieron a un puñado de judíos a las puertas del exilio y empujaron a una gran masa de hebreos a supuestas conversiones que les salvarían sus vidas y que, en muchos casos, supondrían una práctica de ritos y tradiciones en el más profundo de los silencios.

Los criptojudíos o marranos sufrieron la presión y la condena de la Santa Inquisición, una institución que también adoptó Portugal a mediados del siglo XVI, concretamente en 1536. Treinta años antes se había producido la masacre de Lisboa en la que unos 2000 judeoconversos fueron asesinados en un vil acto de antijudaísmo. Este hecho marcó profundamente a las comunidades sefarditas, y, de este modo, el año 1506 y la ciudad de Lisboa quedarán marcadas para siempre. Otros actos de barbarie se producirán en ciudades como Évora en esa intolerante Edad Moderna. En época actual han aparecido restos humanos en esta ciudad portuguesa, en el entorno de la Raya, que nos indican que centenares de judaizantes fueron torturados y quemados, y sus huesos arrojados a un estercolero de las afueras de la ciudad. ¡La arqueología no miente! ¿Es posible que las capillas que contienen huesos humanos por doquier en el Alentejo se surtiesen de estos restos de judíos martirizados? Sería una cuestión para investigar. Pero, por el tiempo en que se construyen y el momento en que suceden estos hechos, no se podría descartar tal aventurada hipótesis.

Los judíos de la Raya fueron recuperados ya en el siglo XX por la investigación del capitán Artur Carlos de Barros Basto, convertido tras la I Guerra Mundial al judaísmo, tras descubrir la identidad judía de sus antepasados en Portugal, algo de lo que ya le habría hablado su abuelo (no en vano recordaba las velas sabbat encendidas el viernes al anochecer y algunas plegarias escuchadas a los más ancianos de su hogar). Esta conversión, en una época como la que siguió a los años 20 en Europa, le resultó bastante gravosa ya que Barros Basto fue investigado y perseguido por delitos que no había cometido debido a  su conversión al judaísmo, por promover la construcción de la sinagoga de Oporto y por su firme voluntad de recuperar la memoria de las comunidades criptojudías que, aún en el siglo XX, pervivían a lo largo de la Raya portuguesa, especialmente en Belmonte y la región de Tras-os-Montes. Unas comunidades a las que este militar luso se refería como "hermanas" y que muchas de ellas, animadas por él, volvieron plenamente al judaísmo  a mediados del siglo XX, aún en la dictadura de Salazar.

No obstante, en medio del miedo y la vergüenza del "tirar de la manta", muchas comunidades vivieron durante generaciones en el silencio de no hacer visible su verdadera fe, cultura y prácticas rituales. ¿Qué fue de aquellos miles de judíos que poblaron Marvao, Castelo da Vide, Elvas o la populosa Évora? Muchos pagaron el peaje de vivir en esas tierras con su silencio, con su discreción, con una suerte apocalipsis cultural impuesto en pro de una uniformidad religiosa y cultural. Pero no todos optaron por olvidar su origen, y fueron no pocas las familias que mantuvieron ese vínculo secreto con su vieja fe y sus vetustas tradiciones a través de la gastronomía, las fiestas, las cancioncillas de cuna, algún objeto familiar, las oraciones. En este último caso, ya son conocidas las reças de Bragança, como patrimonio inmaterial de aquel puñado de criptojudíos que preservaron sus rezos y tradiciones de generación en generación, a través de breves escritos, anotaciones o recetas. ¿Qué otro pueblo ama más su memoria que el judío? ¿Qué tipo de familia pasa a sus herederos un trozo de talit, una plegaria, un candelabro, un pedazo de filacteria o una vieja moneda testigo de las vicisitudes de su pueblo? ¿Quién mantuvo relaciones con comunidades hermanas más allá de sus fronteras? (acordémonos de aquellos sefardíes que terminaron en Salónica, Estambul, Tánger, Amberes o Ferrara o aquellos judíos portugueses que poblaron las calles de Ámsterdam y que siempre tuvieron relación con sus hermanos de la península, siendo prueba de ello que algunos se asentaron en España y Portugal sobre todo a partir del siglo XIX). ¿Qué personas guardan mejor su identidad en el corazón y al abrigo de sus más fieles allegados? Porque... ¿Y si vienen otros destierros? ¿Y si hay que experimentar el dolor de una definitiva diáspora? El sefardí ama más su tierra y entiende que el judaísmo está más en el alma de sus fieles que en el más hermoso de sus templos o en la doble nacionalidad que ofreció el moderno estado de Israel a estos "anusim" (o judíos forzados a convertirse a la fe católica). 

Es muy posible que en épocas recientes, por ejemplo en el siglo XX, estas familias mantuvieran una relación viva con sus viejos hermanos en la fe a ambos lados de la frontera. Épocas en las que primó el comercio interfronterizo, el contrabando de café o de tabaco, etc. La relación entre estas familias está más que probada a juzgar por las comunidades que a lo largo del siglo XX surgieron, sobre todo, en Portugal. Eso quiere decir que muchos marranos o criptojudíos optaron por practicar una suerte de supervivencia al precio de mantener en silencio su identidad, en la mayor parte de las veces, revelada de padres a hijos o de abuelos a nietos. Es la fuerza de la sangre y de la cultura que, burlando a viejos y retorcidos tribunales, sobrevivió de generación en generación bajo la pesada losa del SILENCIO.





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