Ciudad Real en la Edad Media y sus judíos

11.10.2024

Judíos en Ciudad Real: un singular genocidio

Fuente del texto: El Sayón

La aljama (de Ciudad Real) estuvo situada entre las Puertas de la Mata y Calatrava, y recorría calles tan conocidas hoy, como la del Lobo, la Sangre, Lirio, Tercia y Culebra.
"Tras las ejecuciones de conversos dictadas por la Inquisición, Villareal quedó herida de muerte, casi destruida. Muchos de sus pobladores se alejaron de ella. Miles de propietarios ricos y comerciantes abandonaron sus fábricas y la ciudad quedó sumida en la miseria, yermos los campos y desiertas sus calles", aseguran los cronistas. Sólo habían transcurrido poco más de dos siglos desde que los primeros judíos decidiesen establecerse en "ese lugar de paso entre Córdoba y Toledo", que fue Ciudad Real durante toda la Edad Media. El genocidio se había consumado. Al menos 5.000 ciudarrealeños de ascendencia o credo judío habían sido quemados en la plaza de la Torre, su aljama destruida, sus sinagogas arrasadas y sus pertenencias esquilmadas. El progreso y con él una corte de caballeros, hidalgos, clérigos, doctores, bachilleres, oficiales y mercaderes, abandonó para siempre una ciudad demasiado envuelta en problemas, revueltas y asesinatos. Había perecido no una religión, tampoco una raza, sino una actitud. Otro modo de entender la vida, las letras, o los negocios, que también forman parte de lo que podríamos entender como "lo español". Concluía una historia que nuestras autoridades han tratado de narrar objetivamente y cuya vigencia son muestra fehaciente los restos de la aljama que se exhiben hoy en el Museo Provincial de Ciudad Real. Una vida e influencia que ha comenzado a ser investigada en las provincias castellano-manchegas, por deseo de la Junta de Comunidades. ¿Reconoceremos un día este tremendo error? ¿Reconocerá el Gobierno al Estado de Israel en un futuro próximo? De cualquier manera, baste esta muestra de quienes fueron, cómo vivieron y por qué fueron perseguidos los judíos en Ciudad Real, para así conocer una porción interesante e increíble de nuestra Historia.
"Aquel que estime –podría decirse- no poseer sangre judía en sus venas, que tire la primera piedra y discrepe". No puede colegirse de otro modo, tras examinar pacientemente la presencia, vida, actividades y relaciones mantenidas por la comunidad judía de Ciudad Real durante los más de dos siglos que permanecieron en ella, incluso conduciéndola al progreso y gobernándola.
La realidad histórica es que una gran aportación económica, cultural, industrial y científica se adueño de Villarreal durante los siglos XIII al XV, y que judíos, conversos o criptojudíos tuvieron que ver todo en el florecimiento de la misma.
Hasta su calculado exterminio por el Tribunal de la Inquisición y su expulsión de la Península según un descabellado decreto avalado por los Reyes Católicos, los judíos constituyeron una comunidad española más, que nos encaminó al progreso, nos imbuyó de arte, cultivó la literatura y la ciencia e hizo correr el dinero dentro y fuera de las aljamas.
Para el historiador español, Fernando Sánchez Dragó "conformaron, a pesar de su marginación, discriminación, expulsión o destierro, nuestro ser español, al igual que curetes, guanches, vettones o celtas".
De cualquier manera, los judíos son considerados como los más antiguos moradores extranjeros de la Península, e incluso nuestra mitología particular los considera descendientes de Tubal, y por tanto, coautores de un tubalismo más mítico que real.


Sea como fuere, parece que los primeros judíos llegaron a la Península por el Mediterráneo, y se establecieron entre los territorios españoles en tiempos de Nabucodonosor. Como banderas más ostentosas portaban el Talmud, el Zohar o la Cábala; y por armas, los primeros axiomas científicos de la antigüedad y un reconocido sexto sentido para los negocios. Por si esto fuese poco, construyeron templos de singular belleza (como la sinagoga toledana de Santa María La Blanca), y propagaron una lengua, una religión y unos conocimientos de cuya importancia dan fe sus aportaciones a la Escuela de Traductores de Toledo, por ejemplo.
"Sus comunidades", señala Sánchez Dragó, "como la toledana, eran barrio franco, puerta de privilegios, zaguán de asilo, prohibición de armas, símbolo trinitario, paréntesis, judería, zoco, corte, iglesia, sinagoga y mezquita." Vivieron, pues, compartiendo sueños y pertenencias como cristianos y árabes, y desde luego, no fueron ellos o a causa de ellos, por lo que estas minorías (religiosas, étnicas y culturales) hicieron la guerra entre sí, y de las persecuciones un delirante quehacer casi cotidiano.
Nombres como los de Avicebrón, Aldelaziz, Alfergan o Miguel Scoto, cultivaron la astronomía o la física y nos introdujeron en la medicina, la química o la nigromancia. Hasta los más afamados inquisidores según Sánchez Dragó, como Tomás de Torquemada o Diego de Leza, fueron conversos. "Junto a ellos –señala el mismo autor-, conversos o hijos de conversos fueron Nebrija, Vives, Arias Montano, Fray Luis, Juan de Mena, Mateo Alemán, Santa Teresa, Juan de la Cruz, Góngora, Gracián, Rojas Zorrilla, Servet, El Brocense, Bartolomé de las Casas o el mismísimo Don Miguel de Cervantes Saavedra".
¿Qué pudo suceder para que 200.000 españoles judíos fueran expulsados de la Península? ¿Cómo pudieron morir miles de ellos quemados y ejecutados por el Tribunal de la Inquisición? Y, sobre todo, ¿en qué medida afectó este destino a los ciudarrealeños de origen judío, moradores de Villarreal?


Los primeros pobladores
Los judíos llegaron a La Mancha formando parte de los primeros pobladores de lo que habría de ser Villarreal. Procedían de Toledo, Cuenca y Huete (donde ya existían comunidades) y también del Sur, debido a la presión psicológica y guerrera ejercida sobre ellos por los almohades. Aunque no existen documentos históricos que lo prueben fehacientemente, parece que ya se encontraban por estos paraje antes de la creación de la villa, en 1255, por Alfonso X el Sabio; o sea, antes de que fuese promulgada su "Carta Puebla" y hechos ley los deseos del monarca de "hacer de ella una población importante", como devolución de buen señorío a los favores prestados por sus nobles en la lucha contra los árabes, y en especial, en la batalla de Alarcos.
Desde luego, judíos recorrían el territorio entre Córdoba y Toledo desde antiguo y portaban mercaderías. No es extraño que para cuando un grupo de nobles decidiese dar pilares a la futura Villarreal, agrupándose en torno a Pozuelo de Don Gil, los judíos estuviesen entre ellos.
La villa se constituyó como un realengo único en mitad de una tierra progresiva y totalmente en poder de las todopoderosas Ordenes Militares. Para entonces Calatrava poseía fuero propio y moradores judíos, como aquel rico señor de origen andaluz, llamado Ben Erza, que acogió a sus hermanos de Sangre y confesión huidos del Sur.
La posible puerta de la Sinagoga de Ciudad Real, es del siglo XIV es originaria del Palacio del Conde de Montesclaros. Tiene un gran arco de herradura formado por dovelas muy largas y una incisa decoración de zigzagueados. En esta fotografía la podemos ver en su primera ubicación en el Museo Provincial
En el campo de Calatrava, en Almagro (con importante aljama), en Montiel y en el Campo de San Juan, residieron numerosos judíos, aunque Montiel y sobre todo Villarreal contasen en siglos posteriores con las dos comunidades más potentes.
El historiador israelí, Haim Beinart –cuyos estudios han servido de base para este reportaje- señala en su libro Los procesos de la Inquisición en Ciudad Real que "la ciudad estaba comprendida entre Toledo y Córdoba, dos de los más vibrantes centros de la vida judía de entonces".
Por su parte, el profesor Villegas Díaz en su obra Ciudad Real en la baja Edad Media afirma que al constituirse la ciudad, el rey hizo "la concesión de franquezas a caballeros", para lo que debían poseer casa en la misma y ganado. Y prohibió a los judíos quedarse con las heredades de aquellos que no pagasen los préstamos.
Al poco de ser fundada Villarreal, ya es conocida en Castilla por la potencia económica de su aljama. Para Delgado Merchán, es, entre las de Castilla, una de las que más contribuía, en monto, para así levantar las flacas arcas del erario real. Desde luego, los judíos de Ciudad Real pagaban más que otras comunidades y mucho más que los cristianos, pero soportaban menos tributos que en Toledo, Córdoba o Talavera, razón por la cual y por lo dicho (ser la villa cruce de caminos de mercaderes) pudieron habitar entre sus murallas.


Una comunidad muy poderosa
La comunidad judía de Villarreal era tan numerosa como la de Talavera, pero menos populosa que la de Palencia. Según Haim Beinart, podría ser considerada como de dimensiones medianas. El tráfico de mercancías contribuyó a su prosperidad. Durante la época de Pedro I el Cruel, el barrio judío alcanzó su período álgido, al proteger el rey a los judíos, aunque desde 1347 toda suerte de descontento existía entre los vecinos de Ciudad Real para con los prestamistas judíos y sus intereses de usura. Hasta tal punto, que Enrique IV tuvo que condonar las deudas judías en una cuarta parte, legislando sobre ellas, es decir, señalando plazos para restituir las mismas.
La ciudad era un hervidero de gentes e intereses por aquel entonces. Según Díaz Jurado contaba con 40.000 vecinos (entre 10.000 y dicha cifra, según otras fuentes), población que quedó "estabilizada durante todo el siglo XIV y gran parte del XV (Villegas), pese a las revueltas antijudías de 1391 y la imposible incidencia de la peste negra y un terremoto que habría en la villa".
Los judíos residían en diferentes barrios de la ciudad, especialmente en la aljama o barrio judío propiamente dicho. "La judería", señala Beinart, "estaba situada al este de la ciudad, contigua a sus murallas y extendiéndose entre lo que hoy conocemos como las puertas de la Mata y Calatrava". Calles tan conocidas de los moradores de hoy como Lobo, Sangre, Lirio, Compás de Santo Domingo, Culebra, Refugio, Combro, Tercia o Borja, formaban parte de la judería primitiva. Otras como Libertad, Lanza o Mata, poseen un pasado histórico en todo paralelo a las múltiples vicisitudes y vejaciones por las que habría de pasar dicha comunidad en los dos siglos mencionados.



Una extraordinaria ciudad medieval
En la judería estuvo situada la principal de las sinagogas de la comunidad, más tarde requisada (y prohibido el culto en ella), enajenada o confiscada y que pasó a manos de los Dominicos que la transformaron en monasterio (posteriormente destruido hacia la mitad del siglo XIX).
Algunos historiadores estiman que en 1393, después del primer progrom antijudío, Enrique III concedió la custodia de la misma a Gonzalo Soto, junto al cementerio, quien la transfirió seis años después a Juan Rodríguez (posible converso), para ser posteriormente entregada a los Dominicos, como decíamos.
Otra sinagoga pareció estar ubicada en la esquina suroeste de la Plaza del Conde de Montecarlo, cerca, según parece, de la casa señorial de aquel lugar que fue habilitado en 1483 como sede de la primera Corte del Tribunal de la Inquisición.
En el mismo barrio existía una alcaicería o mercado cerrado de gran actividad y pujanza como centro de mercancías de la ciudad. En 1391 sería destruido definitivamente y seis años después desaparecería en un incendio propalado. Casas de alcurnia y gran interés arquitectónico también existían en dicho barrio que se distinguía en su ornamentación del resto de la ciudad.
El número de judíos que habitaban la villa era superior a 6.000, según los cálculos más rigurosos, y "Villarreal", para algunos cronistas "había crecido en 20 años lo que otras poblaciones en siglos".
Caballeros, hidalgos, doctores y esclavos, sastres y mercaderes, clérigos y mancebas o barraganas, convivían estrechamente en esta ciudad todavía alegre y confiada en los años anteriores a las persecuciones y las conversaciones y bautismos obligatorios. Entre las clases existían judíos de toda suerte y condición.
Villarreal estaba dividida en clases. Los caballeros e hidalgos componían (dice Villegas) el patriciado urbano. No tenían que pagar impuestos y poseían incontables privilegios, entre otros, el elegir de entre ellos mismos a los alcaldes, el alguacil y el de formar parte de la Hermandad. El resto, los pecheros –entre los que podrían incluirse los burgueses-, tenían que pagar las tasas.
Quizá por ello, un buen nutrido número de judíos se empeñaron en llegar a estar situados entre los primeros, y aunque con nombres nuevos (adoptados tras su obligada conversión) se pueden leer en las actas del Tribunal de la Inquisición, apellidos como Alfonso de Villarreal, Antón González, Asueros, Bartolomé González, Juan Ruiz, Lope de Atugia, Juan Vásquez, Alfonso de Aguilera, Diego de Medina, Juan de Herrera, Juan Torres de Bueso, y María de Loaisa, entre los conversos hidalgos o escuderos, caballeros y próceres.
Mercaderes, banqueros, bachilleres, arrendadores, escribanos, licenciados, doctores y buena parte de los ocupados en oficios de los más diversos, componían la burguesía. Estos comprendían la mayoría de la población y no se libraban de abonar los tributos.
La población estaba extraordinariamente bien estratificada y las profesiones y oficios eran innumerables. Aunque las cifras no son definitivas, según se deduce de las actas de la Inquisición y otros documentos, habría en la ciudad ocho albañiles, cuatro amas (Juana González, María Sánchez…), 20 arrendadores (Lope de los Olivos, Juan de Fez, Alfonso de Merlo…), 26 licenciados y bachilleres (Mejía, Castillo, Diego Medina, Franco, Hernández Gallego, García de la Plaza, Jufre de Loaisa), 11 barberos y beatas, bolseros, borceguineros, caleros, camineros, canteros, cardadores, carniceros, carpinteros, cerrajeros, madereros y hasta mancebas y barranganas (María del Campillo y María del Salto aparecen como las más conocidas).
Muchos judíos tenían seis y hasta ocho criados e incluso varias mancebas, existiendo una mancebía en Villarreal.
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Los clérigos, incluidos los conversos, superaban los 40, entre ellos los capellanes de las iglesias de entonces (San Pedro, Santa María, Sancho Rey y Santo Domingo). Un total de 57 criados, cuchilleros, curtidores, 25 notarios y escribanos (Funes, Antonio de la Torre, Rodrigo Marín, Chacón, Cepudo…) especieros, guanteros, labradores, 14 médicos, físicos y boticarios (Teba, Ballesteros, García Barrionuevo, Juan Díaz), mesoneros, pastores, pintores (Juan de Morales), sastres en razón de 22 y tejedores, tenderos, venteros, 30 zapateros, además de buena cantidad de esclavos, cuyo mercado estaba autorizado.
La contribución de la ciudad a la Corona era moderada, pero muy importante; y la de los judíos superaba, al parecer, los 26.000 maravedís por cabeza y año.
La agricultura estaba muy poco desarrollada y se puede decir que hasta el siglo XVI no se culmina la ruralización de los campos. Viñas y "panes" se extendían fuera del alfoz, y los productos hortícolas llegaban a diario de campos a mercados, para garantizar el abastecimiento. Los labradores se unían a una nobleza absentista pero participe de grandes posesiones y mayorazgos.
La industria fue lo que conmovió y dio un giro espectacular al quehacer cotidiano de la ciudad. Según el historiador Villegas "el sector secundario creció hasta convertirse en el más importante de la ciudad". La industria textil y sus actividades conexas (sastrerías, fábricas de paños, manufacturas), fueron importantes, al igual que la del metal o el comercio.
Respecto al sector terciario, formado por funcionarios, cargos públicos y profesionales importantes, se puede decir que creció con el tiempo y mucho más hacia finales del siglo XV en que se creó la Chancillería y el número de notarios, escribanos, licenciados o bachilleres se multiplicó.
La pujanza de la ciudad era tan ostentosa que podrían venderse las heredades de La Poblachuela o El Molino del Arzobispo (en poder de conversos) en miles de maravedís; los arrendamientos poseían precios de escándalo; las tierras llegaron a enajenarse a 3.400 maravedís el majuelo, y molinos y casas a más de 12.000; las tiendas a 22.000. Como prueba de ello baste decir que los robos denunciados a conversos llegaban a cifras increíbles, desde los 35.000 maravedís sustraídos a María González a los 62.000 a Rodrigo de Guzmán. Las dotes de los casamientos superaban las cifras de 330.000 maravedís (boda de Juan Gaitán con María de Córdoba, hija del comendador Juan de Córdoba). La producción de paños se cifraba en unos 10.000 ó 12.000 cada cuatro años y tejidos y guantes (por ejemplo) eran conocidos y apreciados por las Cortes y en toda la Península.
La potencialidad económica de esta ciudad la avalaban también sus mercados de ganado y agrícola. Por el contra, los puntos de carencia de la Villa estaban situados en torno a la leña y el carbón ("parquedad que hacía clamar a los vecinos"). Por eso se impusieron las importaciones de madera (para fuego y para la construcción) y esparto, que "se traían de Cuenca, Alcaraz y Alarcón". Esto, más unas 800 cabezas de ganado, en su mayoría lanar y cabrío y algo menos caballos y bueyes, componían un patrimonio envidiable, manejado en gran parte por banqueros (se censan unos 25, como Fernando El Canario, Martín del Burgo, Falcón, Bastardo Delgado, etc.), y prestamistas (existían empeños), etc.

Villarreal disfrutaba de una relativa paz, sólo rota por las disputas sobre la usura y el incremento de la presión fiscal, hecho este último que también contribuyó a adelantar la hégira de sus moradores.
Efectuando un apretado compendio de la historia, hay que señalar el reinado de Enrique III y el año 1391 como los puntos comunes en que comenzaron las agitaciones. El monarca mencionado suprimió el culto en las sinagogas, y en el año apuntado comenzaron las vejaciones para la comunidad judía que se hubo de bautizar forzosamente, comenzando las conversiones, la aparición de los Nuevos Cristianos o criptojudíos como se les denominaba o podría denominárseles.
La comunidad se levantó en la primera gran asonada de las que habían de producirse. Era el año 1391. El barrio, la aljama quedó destruida casi al completo y sus miembros obligados a bautizarse o a abandonar el lugar, lo que no quiere decir que no quedasen judíos en Villareal. Comenzaba el gran genocidio. Como queda dicho, las desposesiones de las sinagogas, el fonsario (cementerío) pasaron a manos cristianas o a la Orden Dominica, hasta que, como en el caso del camposanto judío, se constituyeron por parte de los conversos tres sociedades (Todos los Santos, Sn Juan y San Miguel de Septiembre), que sirvieron de escondrijo y tapadera, al igual que ocurriese en otros lugares de la geografía peninsular o castellana (estos hechos tuvieron lugar en 1412).
En 1431 se produce un terremoto que asola la villa y que venía a recordar el incendio pavoroso de 1396 y los brotes de peste negra que también acaecieron. Para esta fecha la Villa ya era considerada por la Corona como "la muy noble y leal ciudad de Ciudad Real" y poseía fuero propio.
Así llega a 1449, "año marcado", según Haim Beinart, "por una grave crisis" para los conversos. La ciudad estaba ya regida por conversos como el bachiller Rodrigo o el corregidor Pedro Barba. Para algunos historiadores, éstos ejercían el mando de una forma tiránica y violenta, lo que unido a los ecos de la revuelta toledana de esos años –sofocada sangrientamente- propició una nueva rebelión. Los conversos se organizaron en bandas armadas compuestas de 300 hombres. Hubo combates fuera y dentro de las murallas (años atrás construidos con maderas y materiales importados). Algún cristiano rico y prominente, como Alvar García, perdió la vida. Tuvo que intervenir el Gran Maestre de la Orden de Calatrava que, mediante un destacamento, arrasó la villa y puso a salvo sus propiedades en la misma. El bachiller Rodrigo, su hermano y 20 de los suyos perecieron a lanzadas y otros (Arias Díaz o Alfonso de Siles) fueron colgados de la picota en plena plaza. Numerosas casas fueron saqueadas. Se abrasaron documentos de indudable valor y manuscritos. El monto de lo robado ascendió a unos 60.000 maravedís.


La revuelta duró largos meses y sólo en 1449, Juan II concedía el perdón, aunque prohibiendo en adelante a los conversos ocupar cualquier cargo público de los que hasta entonces habían ejercido, decisión después ratificada por Enrique IV, en paralelismo a lo que sucedía en Toledo y otras capitales.
No es de extraño que los levantamientos persistiesen. 1467 y 1474 fueron fechas onerosas y difíciles para los conversos. Todos ellos tenían como razón la merma de derechos de los ascendentes judíos en beneficio de los cristianos, y el alza discriminatoria de tasas y de la presión fiscal misma, además de las consecuencias derivadas por las prohibiciones de profesar la religión y practicar el rito judío.

Los sucesos de 1474 son violentos y de mayor gravedad que en años anteriores. Un total de 50 conversos son muertos; sus propiedades quemadas, requisadas; y sus joyas o stocks comerciales requisados. "No quedó", dice Haim Beinart, "ni una casa que no fuese requisada y su ganado robado". En 200.000 maravedís se calcula el valor de los enseres quemados y en 50 millones las cifras derivadas de los años del pillaje.
Las luchas se hacen cotidianas. Los conversos huyen y regresan para recuperar propiedades. Destruyen una torre de la muralla. Casas y tiendas incendiadas, viñedos arrasados. Un dantesco panorama que hace exclamar a Beinart: "Como si muslimes se tratase".
Algunos criptojudíos se refugian en casa de cristianos (como la de Pedro Torres). Las investigaciones se inician y la inquisición ya parece enterada y al acecho. Un gran número de familias judías se trasladan a Palma (Córdoba) y forman una comunidad en la que sí pueden observar el mitzvoth, guardar el Sabbath, celebrar sin contratiempos el Yom Kipur (La Pascua) o el Shavout y el Hamchah, que forma parte de sus derechos ancestrales.
Un pelito dinástico tendrá como escenario Villarreal y las tierras manchegas. En ella se verán mezclados los conversos, activamente unos o por sus consecuencias los más. El marqués de Villena, apoyado por el Gran Maestre de la Orden de Calatrava, Téllez Girón y otros nobles, retienen a la hija de Enrique IV, Juana la Beltraneja y la declaran "princesa" y "aspirante a la Corona". Persiguen además, el gobernar la Orden de Santiago.
El enfrentamiento con la Corona se agrava por las negociaciones que mantienen los nobles manchegos con el Rey de Portugal, Alfonso V, para casar con el monarca a Juana la Beltraneja.
Posteriormente, la rebelión fracasa y sobre la ciudad quedan los restos de batallas, desmanes y represiones sin fin.
Concluido el pleito dinástico sin dinastía que no fuese las de Sus Católicas Majestades, éstas encargan al arzobispo de Toledo (otra vez valedor de la Corona, tras estar enfrentado a ella) "medidas especiales para investigar la herejía en Ciudad Real". El último peldaño del genocidio calculado estaba a punto de ser levantado. El arzobispo de Toledo, Alonso Castillo, fue el instigador y valedor para establecer la Corte del Tribunal de la Inquisición. Las investigaciones y los procesos serían pan cotidiano en los próximos años.

Con la llegada y establecimiento del Tribunal de la Inquisición en 1483 en Ciudad Real, cuerdas de presos (uno a uno, o por familias o parentesco) recorren las calles de la aljama y de la ciudad misma, descalzos o no, pero desde luego a pie, entre una muchedumbre que los corea, grita, veja y desprecia, colgándoles lo que dio en llamarse sambenito. Desde sus hogares o refugios hasta la sede de la Corte, situada en la calle del Lirio número 2, casa del Conde de Monteclaro, o de cualquier otra parte o barrio del interior, recorren las calles conversos hacia la pira o la ejecución que casi siempre tuvieron lugar en la plaza de la Torre (cuando no en el cementerio).

La Inquisición que ya venía investigando la herejía antes de fundar su sede en Ciudad, procesó y juzgó (sic) a miles de conversos, 3.377 de los cuales fueron quemados en 1.484 y hasta un número próximo a 5.000 desde 1483 a 1485.
Un único converso de entre todos los juzgados fue absuelto de sus "crímenes" por el Santo Tribunal. Se trató "del zapatero, Diego López, cuya hija habíase casado con el hidalgo Juan de Haro", señala Haim Beinart, como prueba de le ferocidad de los jueces.


Justicia eufemística
El arzobispo de Toledo había convencido al otrora converso y general inquisidor del Tribunal, Tomás Torquemada sobre "la necesidad de la fijación del Tribunal en una zona donde los conversos poseían gran poder", había participado en el gobierno de la Villa y protagonizado grandes algaradas, levantamientos y asonadas.
Pedro Díaz Cotana fue el primer presidente del Tribunal. La noticia corrió como la pólvora ignota en los conversos. El terror y el temor se fundían y agravaban conforme se iban conociendo los sucesos de Toledo o Palencia, Sevilla, etc. Las investigaciones comenzaron prontamente. Algunos huyen y otros se confían. El Tribunal se toma varios meses para recabar información.
Un tribunal compuesto por dos jueces –a quienes se pudo comprar como así las sentencias-, un asesor, un acusador y un pregonero. En él participaron escribanos y notarios, alguaciles y familiares de la Corte, cristianos y conversos amedrentados, siendo el organismo encargado de decretar las detenciones.
Sirvió de prisión la del Tribunal, que pronto se atestó de cautivos, "habiéndose de habilitar a tal fin", según Haim Beinart, "un depósito episcopal cedido graciosamente por las autoridades eclesiásticas cristianas".
El primer proceso comenzó con la vista del caso de Juan de la Sierra. Pronto le seguirían el de otros prohombres de la ciudad como Tomás de Cuenca (huido y vuelto a la villa) o el de Juan Falcón El Viejo (prestamista y banquero). Todos fueron quemados en el fonsario.
Personas leídas, juristas, teólogos y gentes de conciencia recta participaron en estas arbitrarias decisiones y condenas en las que no faltaban la "consulta de fe" previa sobre los encausados y su credo religioso. Las vistas se hacían en presencia o ausencia de los inculpados y las sentencias se producían sin hacer especial caso a estas circunstancias que se debieron considerar menores.
Gran parte de los inculpados debieron declararse culpables antes del juicio o sus simulacros o fueron torturados por "ser incompleta su declaración". Las confesiones tenían lugar en la "audiencia de la propia cárcel" y pronto fueron públicas y continuas. Coacciones, confiscaciones de propiedades y toda suerte de vejaciones y atropellos se prodigarían en esos dos años.
Condenados de por vida, a muerte, o a ser expulsados de la ciudad y su alfoz para siempre, los conversos asistieron impasibles al genocidio "sin que tan sólo se les permitiese exhumar sus cadáveres" como indicaban las prescripciones papales de Inocencio VIII, a quien, paradójicamente, se solicitaba el trámite final de ejecución y su plácet.

Los juicios no podían ser calificados sino como eufemismo de la justicia o mera formalidad. Mujeres, ediles, bachilleres, barberos, sastres, notarios, viticultores, escuderos o letrados y alcaides, perdieron la vida. Sancho de Ciudad Real (regidor y propietario), Juan Madrid, Isabel Teba, González Pintado, González Daza, mercaderes como Juan Dinela o Juan Martínez de los Olivos o Juan González El Escogido, fueron pasados por la picota.
La ciudad asistió a los autos de fe entre increpaciones sañudas y el desprecio comparable en todo a las deudas contraídas atrás con los ajusticiados. Las evidencias se solapaban con las picardías y el secreto personal se vulneraba constantemente sin importar para ello las admoniciones de los pontífices al respecto. Mediante torturas, familias conversas se denunciaron entre sí, padre a hermanos, hermanos a hijos, esposos a sus esposas, en un todo dantesco. Las denuncias eran probadas de no importaba qué forma y los testigos se recogían (si no entre conversos) entre borrachines, prostitutas (señala Haim Beinart) o simplemente entre malhechores que, de esta suerte, poníanse a bien con la justicia.
Durante los juicios, vistas o investigaciones, los nombres de los conversos recorrieron las calles de la ciudad, siendo colocados en los muros de las iglesias; sus personas estuvieron sometidas a prohibiciones disparatadas como llevar joyas a montar a caballo y fueron obligados –entre otras muchas medidas- a santiguarse en actos públicos.
Con la firma del último proceso, la ciudad quedó asolada, triste y dio un paso atrás de proporciones impresionantes para el progreso, la industria y la misma agricultura, ciencia o el tránsito de mercancías. Las casas abandonadas así como las tierras quedaron a merced del pillaje. Cinco mil propietarios partirán en pocos meses hacía otros lugares de la Península, o hacia Constantinopla (cuya caída había llegado como noticia antes de la llegada de la Inquisición). Sefarath sería para siempre un recuerdo cruento, un maleficio extraño, una injusticia pasada por su sangre. Hablaban castellano de la época y eran españoles como cualesquiera otros.
Para cuando los Reyes Católicos decretaban su expulsión definitiva en 1492, ya apenas quedaban conversos con prominentes actividades públicas. Más tarde serían los árabes los expulsados, en 1609. El descalabro en las arcas del Tesoro y la quiebra de aquella economía precaria hubiese sido definitiva. La conquista de América salvó lo que parecía a perpetuidad perdido, y la Inquisición hizo Corte en Toledo cuando ya no quedaban judíos en Ciudad Real, prosiguiendo las ejecuciones en la plaza de Zocodover, de infausta memoria. Solo la Reina María Cristina, ya terciado el siglo XIX, acabó con un Tribunal que sembró de negra historia la de España, y se llevó miles de almas judías a un paraíso fatal, propiciando la salida del país a otros 200.000 de aquellos extraños seres que creían en el Antiguo Testamento, rezaban diferente, vestían trajes de belleza singular y practicaban las artes y las ciencias como oráculos que nos hubiese venido llovidos de cielo. Mas nadie quiso, hasta mucho más tarde, entender así.


Autores: Isabel Pareja y Ernesto Garrido Treviño (Revista Mancha, mayo de 1984)

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